La tiranía de la felicidad
CYNTHIA SÁNCHEZ
Nos han enseñado que debemos estar bien, a sobreponernos de los infortunios –chiquitos o grandotes –, a la brevedad posible, porque podemos, ¡claro que podemos! Vivimos en una cultura del “echaleganismo”, del “vibra alto”, del “manifiesta”, del “Dios mediante”.
Nos han venido dando el discurso de que todos pasamos por desventuras y que éstas son una oportunidad –algunos incluso dicen que es “maravillosa” – de probarnos, de luchar, de salir vencedores, de saber de qué estamos hechos. En fin, que hay que agradecer el golpe que nos hizo más fuertes.
Hay una marcada premura en el mundo contemporáneo por superar las crisis, aquello que nos hace sentir tristes, desesperados o sin rumbo. Y hay todo un lucrativo mercado de la autoayuda y el coaching que está presto para ayudarnos a saber “resistir” a ser “resilientes”, a aceptar que lo normal es que el mundo sea hostil y que hay que, simplemente, “adaptarnos”, “soltar” y “fluir” sin mirar atrás; pero, si ponemos atención, no nos animan a pensar en transformar, se trata de aceptar y adaptarse a lo que es.
El discurso es aceptar en donde estamos parados ahora, después de aquello que se hizo tormenta, y ver nuestra capacidad para seguir adelante, superar ese duelo que, nos dicen, en realidad no somos nosotros, sino un sentimiento que debe ser pasajero para dar lugar a quienes sí somos, es decir, plenos y luminosos.
Se nos impone la tiranía de ser felices a toda costa, en todo momento, de que ese sea nuestro fin último y de facto sentirnos avergonzados por esa parte de nosotros que se permitió sufrir, que se permitió ser frágil. La fragilidad humana se convierte entonces en un inconveniente a combatir. ¿Y si es mi fragilidad lo que me da sentido?
Obviando que esta columna no se trata de una apología al “voy a sentirme miserable” (aunque valdría la pena preguntarse: ¿y qué si lo mío es la oscuridad y no la luz?), habría que cuestionarse qué hay detrás de ese ser “resilientes” a rajatabla, de ese resistir y aprender a decir con alegría, “pues ya, esta es mi vida”.
¿Por qué nos instan a ver que la falta dinero para comprar la comida de la semana o pagar el recibo vencido del agua es una señal de que hay que movernos, trabajar más, buscar un turno extra, ser “emprendedor”?
Por qué nos dicen que no nos sentimos vacíos ni sin sentido, es solo que no nos permitimos ver la maravilla de estar vivos; que solo hace falta enfocarse en algo: trabajar sin parar, ir al gym 24/7, sumergirse en una causa; o irse al exceso: fiesta, comida, alcohol, sexo… ¿todavía nada?, ¿qué tal fluoxetina?
Y si en lugar de adaptarme cuestiono por qué pese a trabajar de 8 a 12 horas diarias seis veces a la semana el salario me alcanza para cubrir no más de una semana de comida, ¿quién permite que los precios de la canasta básica se disparen?, ¿por qué los servicios públicos son de mala calidad y caros?, ¿por qué somos millones en esta situación?
¿Y si mi vacío existencial es porque me niego a aceptar que debo encajar en patrones establecidos por un sistema que funciona por la sobreexplotación y devastación y lo que me ofrece es también ser un producto de consumo desechable?, ¿quién nos enseña que debemos ser alguien, hacer algo, que hay un motivo?
¿Qué fin perverso persigue en realidad la industria de la autoayuda?, ¿a quién pertenece?, ¿a qué intereses sirve?, ¿quién gana si me adapto, si resisto?, ¿quién se beneficia si la incertidumbre y la desesperación por una realidad social y económica convulsa la vuelvo mi responsabilidad?
csanchez@diariodexalapa.com.mx