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TRINCHERAS DE IDEAS

Ve a terapia, el nuevo
mantra de exclusión

Cynthia Sánchez

Una característica del sistema capitalista es que todo lo convierte en mercancía: se apropia de ideas, movimientos sociales, formas de protesta, necesidades, anhelos, sueños, sentimientos y los adereza con su apetitosa visión de éxito.
Desde los Levis con estampado del Che Guevara hasta las blusas de marcas prestigiosas con consignas feministas, todo es posible convertirlo en una pieza en un estante luminoso del centro comercial. Lo que nace como forma de rebeldía o desde los vecindarios o barrios bravos, es retomado por el sistema dominante y al quitarle su esencia lo deslava. Todo es moda. Todo es superfluo. Todo pierde sentido.
Así también lo que ocurre en nuestro interior, en nuestra psique, busca ser capitalizado. Prolifera como una necesidad apremiante identificarse dentro de algún trastorno psicológico; abundan tanto en las plataformas digitales como en la televisión, revistas, etcétera, un sinfín de información que nos “ayudan” a identificar nuestra ansiedad, depresión, trastorno compulsivo, de alimentación, bipolar, de atención, la lista es larga y hay para todas las personalidades y necesidades afectivas.
Pero recodemos: el capitalismo usa una necesidad existente, la analiza y va a la raíz para poderla aprovechar y, sobre todo, poderla despojar de eso lo que le da sustento, lo que es real. Así, el aumento de padecimientos emocionales tiene una raíz verdadera.
Ante esa verdad innegable se ha convertido casi en un mantra el “ve a terapia” y no se hacen esperar los blogs, reels, post de profesionales de la salud mental de diversas corrientes. El objetivo principal es expiar eso que no te deja ser feliz y pleno; darte cuenta de lo maravillosa que es la vida en realidad; superar dolor, la violencia; hacerte resiliente, soltar, fluir… incluso hay profesionales que te dan un papel al final que dice que estás curado. ¡Albricias, estoy cuerdo!
“Ve a terapia” es el nuevo mandato, la nueva forma de exclusión y una más de las válvulas de escape del sistema. Y esto es así, porque, en principio, cumplir con ese “ir a terapia” requiere poder adquisitivo. Si eres derechohabiente obtener una cita con el área psicológica puede tardar al menos tres meses; sí, hay otras instancias que dan ese servicio gratuito, pero ante la saturación de demandantes puedes lograr ser una hora al mes en la apretada agenda de un profesional saturado.
Si optas por la vía privada las consultas rondan los 500 a 700 pesos. ¿A cuánto equivale eso de tu paga de asalariado promedio?, ¿si eso debes invertir, cuántas veces al mes te lo puedes permitir?, ¿quiénes realmente pueden pagar ese ir a terapia?, ¿si no puedes pagarla, no la necesitas?, ¿mi malestar emocional puede esperar a que me otorguen un lugar en los servicios gratuitos?, ¿qué hago por mientras?: ¿tomo, fumo, me drogo, me evado viendo Netflix, soy irascible, violento, hiero a otros, me lastimo a mí mismo?
En mi caso mi peregrinar fue intentar usar mi derecho en el IMSS, usé los servicios gratuitos del Instituto Municipal de la Mujer, y finalmente terminé con un psicoanalista privado. Durante dos años hice terapia cognitivo-conductual y llevo poco más de un año en psicoanálisis. Tomo consulta una vez a la quincena y para ello debí ajustar mis gastos, es decir, privarme de ciertos ¿lujos?, como cambiar a un café más barato, dejar de consumir ciertos productos, dejar de comer fuera de casa, olvidarme por un tiempo de la librería; mi privilegio, que lo es, no da para más.
Una característica del espacio terapéutico es que ahí puedes decir aquello que socialmente no podrías pronunciar en voz alta. Hay ciertas cosas que son censurables de pensar, mucho más de decir. Esa preciosa hora con tu analista es, pues, tu lugar seguro, donde destapas la coladera de tu inconsciente.
A la par de estudiar esa suerte de mala hierba que ha venido creciendo en nuestro interior puedes ir poco a poco delineando quién eres y dónde estás parado. Es decir, ir terapia tiene mucho de hacer filosofía.
Pero tener ese espacio para reflexionar, ese lugar para hacerte y deshacerte, es un privilegio. No todos pueden acceder a él. Un trabajador promedio deberá debatirse (¿realmente hay lugar para dudar?) entre pagar la terapia o comprar, medianamente, la comida de la semana. Relegará su malestar emocional al “después veo”, como hace con todos aquellos achaques que van mermando silenciosamente su salud física, porque o se sobrevive o se está bien, no alcanza para las dos cosas. Si la persona tiene familia bajo su cargo o su empleo no supera el salario mínimo, eso de ir a terapia ni siquiera entra en sus preocupaciones diarias y con razón.
La trampa del capitalismo es hacernos creer que realmente encargarse de la salud es algo asequible, más aún, es una responsabilidad que debe tomarse con seriedad para poder ser plenos, felices y ¿productivos?
Encerrarnos en la idea de buscar cómo estar bien sirve, pues, como una válvula de escape: esperamos nuestro turno en el IMSS, nos autodiagnosticamos con un video de Tiktok, nos ponemos escuchar aquel programa que nos da “las 10 cosas que debemos hacer para liberarnos del pasado”, agradecemos todos los días por un día más, sonreímos al nuevo sol y confiamos, porque al final solo nos queda confiar.
Aceptamos que es cierto lo que nos dicen: depende de nosotros estar bien, así, a secas. Y así el sistema se lava las manos al transferirnos la carga de nuestro bienestar.
Pero, ¿y qué hay de las condiciones económicas y sociales que están a nuestro alrededor?, ¿acaso no influye un ambiente de violencia e inseguridad constante en que se tengan pocas ganas de levantarse al día siguiente?, ¿no determina nuestra percepción de cómo somos el bombardeo incesante de etiquetas y prototipos de belleza y aspiraciones?, ¿realmente es posible analizarse y reconstruirse sin tocar, criticar ni modificar la forma en que el mundo funciona?
“Ve a terapia”, nos dicen, y es la nueva forma de exclusión social, de sectorizar, de discriminar. El ejercicio terapéutico, ese filosofar sobre quiénes somos y por qué somos de cierta manera, no puede substraerse de la realidad del individuo, tanto familiar como social.
Sí, hay que hacer terapia, pero también llevar a terapia nuestras normas sociales, nuestra forma de relacionarnos en nuestro núcleo de interacción diaria; analizar y escudriñar al sistema decadente que depreda y despersonifica, que nos hace mercancía y consumidores insaciables.
Sí, hay que hacer terapia, pero también exigir atención gratuita, accesible, de calidad para todos; repensar la educación para, más que aprender a ser resilientes, aprender a transformarnos, a socializar lo que sentimos con miras a tejer redes de apoyo, sostenernos y cobijarnos.
Sí, hay que hacer terapia individual, pero también colectiva, comunitaria, para desentrañar las verdaderas causas del malestar que diariamente tratamos de sobrellevar. Sin acción social, la terapia es para el grueso de la población que se debate entre comer y subsistir, un elemento más de control e insatisfacción. ¿O qué opina usted?

csanchez@diariodexalapa.com.mx

TRINCHERAS DE IDEAS

La tiranía de la felicidad

CYNTHIA SÁNCHEZ

Nos han enseñado que debemos estar bien, a sobreponernos de los infortunios –chiquitos o grandotes –, a la brevedad posible, porque podemos, ¡claro que podemos! Vivimos en una cultura del “echaleganismo”, del “vibra alto”, del “manifiesta”, del “Dios mediante”.

Nos han venido dando el discurso de que todos pasamos por desventuras y que éstas son una oportunidad –algunos incluso dicen que es “maravillosa” – de probarnos, de luchar, de salir vencedores, de saber de qué estamos hechos. En fin, que hay que agradecer el golpe que nos hizo más fuertes.

Hay una marcada premura en el mundo contemporáneo por superar las crisis, aquello que nos hace sentir tristes, desesperados o sin rumbo. Y hay todo un lucrativo mercado de la autoayuda y el coaching que está presto para ayudarnos a saber “resistir” a ser “resilientes”, a aceptar que lo normal es que el mundo sea hostil y que hay que, simplemente, “adaptarnos”, “soltar” y “fluir” sin mirar atrás; pero, si ponemos atención, no nos animan a pensar en transformar, se trata de aceptar y adaptarse a lo que es.

El discurso es aceptar en donde estamos parados ahora, después de aquello que se hizo tormenta, y ver nuestra capacidad para seguir adelante, superar ese duelo que, nos dicen, en realidad no somos nosotros, sino un sentimiento que debe ser pasajero para dar lugar a quienes sí somos, es decir, plenos y luminosos.

Se nos impone la tiranía de ser felices a toda costa, en todo momento, de que ese sea nuestro fin último y de facto sentirnos avergonzados por esa parte de nosotros que se permitió sufrir, que se permitió ser frágil. La fragilidad humana se convierte entonces en un inconveniente a combatir. ¿Y si es mi fragilidad lo que me da sentido?

Obviando que esta columna no se trata de una apología al “voy a sentirme miserable” (aunque valdría la pena preguntarse: ¿y qué si lo mío es la oscuridad y no la luz?), habría que cuestionarse qué hay detrás de ese ser “resilientes” a rajatabla, de ese resistir y aprender a decir con alegría, “pues ya, esta es mi vida”.

¿Por qué nos instan a ver que la falta dinero para comprar la comida de la semana o pagar el recibo vencido del agua es una señal de que hay que movernos, trabajar más, buscar un turno extra, ser “emprendedor”?

Por qué nos dicen que no nos sentimos vacíos ni sin sentido, es solo que no nos permitimos ver la maravilla de estar vivos; que solo hace falta enfocarse en algo: trabajar sin parar, ir al gym 24/7, sumergirse en una causa; o irse al exceso: fiesta, comida, alcohol, sexo… ¿todavía nada?, ¿qué tal fluoxetina?

Y si en lugar de adaptarme cuestiono por qué pese a trabajar de 8 a 12 horas diarias seis veces a la semana el salario me alcanza para cubrir no más de una semana de comida, ¿quién permite que los precios de la canasta básica se disparen?, ¿por qué los servicios públicos son de mala calidad y caros?, ¿por qué somos millones en esta situación?

¿Y si mi vacío existencial es porque me niego a aceptar que debo encajar en patrones establecidos por un sistema que funciona por la sobreexplotación y devastación y lo que me ofrece es también ser un producto de consumo desechable?, ¿quién nos enseña que debemos ser alguien, hacer algo, que hay un motivo?

¿Qué fin perverso persigue en realidad la industria de la autoayuda?, ¿a quién pertenece?, ¿a qué intereses sirve?, ¿quién gana si me adapto, si resisto?, ¿quién se beneficia si la incertidumbre y la desesperación por una realidad social y económica convulsa la vuelvo mi responsabilidad?

csanchez@diariodexalapa.com.mx

TRINCHERAS DE IDEAS

Aquellas pequeñas cosas

Cynthia Sánchez

Reza la canción de Mercedes Sosa: “Uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta; son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel o en un cajón”.

Cuando nos despojamos de la coraza, las duras caretas, de los enconos fingidos o verdaderos, del dolor quemante, del orgullo sangrante, y pasa el tiempo y todo va tomando un color distinto, un peso más liviano; y lastima, pero ya no tanto; y se anhela, pero ya no tanto; y se espera, pero ya no tanto, ¿qué queda en el último estante de nuestra memoria?

Al final qué somos sino hacedores de recuerdos. Al final qué es la vida sino momentos fugaces que se quedan grabados en la vieja polaroid de nuestra memoria. Al final qué termina siendo el otro sino un paréntesis en la lectura, una secuencia de cine, un golpe de sonido: como aquella vez cuando sonrió con el jazz de fondo o cuando aquella luz durazno entró por la ventana e iluminó su rostro; o aun más pequeño: la línea de su hombro, la curva de su oreja, el largo de su cicatriz… Somos aquellas pequeñas cosas que se quedan para siempre suspendidas en el tiempo inalterable de la memoria. Nos da sentido y determina incluso cómo somos en cierta circunstancia; lo llevamos acuestas aun cuando ya no sea de forma consciente. Más que lo vivido, somos lo que recordamos. La suma de instantes.

En El Museo de la Inocencia el escritor turco Orhan Pamuk nos habla acerca del amor perdido como una evocación anhelante de lo vivido. El personaje principal, Kemal, debe casarse con Sibel, una mujer hermosa que encierra todo el ideal al que una persona puede aspirar; sin embargo, se ve a escondidas con Füsun en una pequeña buhardilla. Y es de Füsun de quien comienza a guardar objetos: un pequeño arete, un recorte de periódico, un libro, una carta. Al tiempo, cuando deja a Füsun y hace su vida con Sibel, Kemal se da cuenta de que todas aquellas cosas que guardó forman una suerte de museo de una época donde fue feliz y no lo sabía. “De haberlo sabido, ¿habría podido proteger dicha felicidad? ¿Habría sucedido todo de otra manera?”, reflexiona Kemal.

Por cierto, que físicamente existe El Museo de la Inocencia, está en Estambul; fue creado por el propio escritor y en él están todos los objetos que refiere la novela.

La historia es una relatoría de pasiones y obsesiones; de dolor y arrepentimientos; de esa derrota que supone descubrir que erramos; de esa desazón profunda de saber que ahora anhelamos lo que antes rechazamos o que aquello que elegimos primero terminó siendo una quimera, un desvío del camino; y que a veces, aun cuando logramos retomar la senda, la fatalidad nos pasa factura; pero si tomamos aquellas decisiones fue porque éramos otros, era otra circunstancia.

En una vieja serie –cuyo nombre no recuerdo–, un músico sabe que va a morir y en una hoja escribe los cinco «hit» de su vida, y estos son instantes que ve claramente en su mente: cuando su padre lo enseñó a nadar, cuando una extraña le dijo que era un héroe… y ve nítida la escena en su cabeza, sin un antes ni un después.

¿Qué objetos conforman nuestro museo?, ¿al final nos reducimos a cinco puntos de una lista escrita en hoja de libreta?, ¿cuáles pondría usted? Yo tengo uno, esa vez que…

csanchez@diariodexalapa.com.mx

La memoria del olvido

TRINCHERAS DE IDEAS

Cynthia Sánchez

Qué olvidamos cuando olvidamos. Qué pasajes de nuestras vidas permanecen bajo una densa niebla imposible de penetrar mientras otras son como pepitas de luz que relucen a la primera evocación.

El olvido. Qué anhelo humano más recurrente: olvidar, borrar, desaparecer eso que late en nuestra memoria. Todos los días se escapan números, nombres, caras, sucesos; en qué calle pasó qué, en qué año ocurrió tal cosa. Nuestro cerebro archiva nuestras vivencias, les asigna un orden, una importancia, ¿bajo qué parámetro hemos aprendido a desechar recuerdos?

El olvido nos permite en muchos casos seguir, protegernos, darle la vuelta a vivencias que originaron algún trauma; así, confinamos a la oscura fosa de nuestra mente aquello que nos causó dolor físico o emocional, aquello de lo que apenas pudimos sobreponernos.

Sin embargo, el olvido también tiene su memoria, su mapa, su caminito de migas. Las micorrizas de nuestra memoria perdida se extienden bajo la tierra de nuestra conciencia y crean conexiones silenciosas. Así que lo que creemos haber olvidado en realidad late en nuestro subconsciente en espera de manifestarse.

Lo olvidado hace que nos pongamos el pie, que tropecemos con la misma piedra, que deambulemos por laberintos de salidas evidentes; le hemos llamado karma, suerte, mala estrella, fatalidad; es la infinita herida que sangra invisible bajo todos nuestros actos.

Así, tal como en lo personal somos nuestro olvido, en lo colectivo los pueblos también caminamos bajo la inercia de lo que hemos aprendido y desechado.

La memoria olvidada de los pueblos está forjada por siglos de dominación y saqueo, siglos de matanzas, conquistas y esclavismo; en pleno siglo XXI nos movemos bajo el fantasma de pueblo masacrado, sobrevivientes de horrores.

Aprendimos a adorar a nuevos dioses que se alzaron bajo las cenizas de los propios, a seguir e incluso defender leyes que perpetúan el poder de unos pocos que son dueños del capital, a convencernos de que nos sentimos seguros con el Ejército en las calles, el mismo Ejército que en el pasado ha desaparecido y torturado, el mismo Ejército que aún hoy entra a comunidades y violenta. Hemos aprendido a olvidar por sobrevivencia, por miedo.

Pero hay una huella en nuestra memoria de todo aquello que olvidamos y tarde o temprano se manifiesta. Y el síntoma del malestar colectivo es la resistencia, la rebeldía, ese punto en el que nos arrinconan y somos capaces de traer al presente la convicción pasada de que podemos tomar las riendas de nuestra vida y sacudirnos lo que es injusto.

Nuestro mejor síntoma de que somos sobrevivientes de lo atroz es la rebeldía.
La realidad convulsa en la que hoy vivimos nos exige una reconfiguración urgente entre lo que olvidamos y recordamos, y para ello es fundamental cuestionarnos acerca de lo que pasa a nuestro alrededor, analizar, comparar, contrastar, mirar hacia la historia desde la mirada de la resistencia y no del conquistado.

Tenemos que cuestionar nuestras inercias que lastiman y nos lastiman, tenemos que revisar cómo perpetuamos en nuestro día a día formas de poder e intolerancia, tenemos que analizar porqué justificamos la violencia y la crueldad; y a la par, apostarle a la construcción de nuevas formas de relacionarnos desde la empatía y la solidaridad; conjuntar saberes y desarrollar herramientas colectivas para el desarrollo ecosustentable, aprender a cuidarnos y hacer comunidad; conocernos para querernos mejor y querer mejor; hacer de la ternura un ejercicio consciente para nosotros y el otro.

Aprender a resistir mejor, a rebelarnos mejor, a recodar más y olvidar menos.

csanchez@diariodexalapa.com.mx

Ser otro, ¿fantasía o necesidad?

TRINCHERAS DE IDEAS

Cynthia Sánchez

Suena la alarma, suspiramos, nos levantamos, intentamos echar a un lado la desazón de iniciar otro día. Iniciamos la rutina, repasamos los pendientes…

Todos los rostros que topamos en la calle llevan su propio ritmo, su propia agenda, su propio infierno, el propio día a día que en algún punto parece la repetición en espiral de una vida que ya no recordamos cuándo la elegimos, en qué momento llegamos a los roles de los que ahora parece no haber escapatoria.

Qué somos y qué nos define en el marasmo de una cotidianidad atravesada por el sistema económico-político-social vigente pero no por ello menos obsoleto y en degradación.

Cuál es la razón de cada abrir de ojos más allá de ser un engrane del capitalismo, más allá de ser un número en la nómina, más allá de ser un like en las redes, más allá de lo inobjetable, más allá de las apariencias. ¿En qué podría reconocerme?, ¿en quién puedo hacer eco?

¿Qué pasaría si un día andado por la calle me encontrara con otro yo? Alguien que tomó el otro camino, que dijo sí en vez de no, ¿y si fuera cierta la fantasía de ser otro?

En El Hombre Duplicado (José Saramago, Alfaguara. 2003), Tertuliano Máximo Afonso es un gris profesor de literatura de 38 años, sobreviviente de su rutina, acoplado fielmente al devenir de los días, seco de aspiraciones, amoldado al sistema, resignado a que no hay más.

Una mañana, mientas ve una película, descubre que un actor es su copia fiel, y en un arrebato lo investiga, lo encuentra, lo sigue y se da cuenta que es su gemelo idéntico, aunque no lo une lazo de sangre alguno; es solo un clon, una falla de la naturaleza. Pero lo terrible no es que tenga un doble, sino que aquel tiene una vida totalmente distinta.

Como toda novela de Saramago, la historia pone en la mesa la necesidad de reflexionar qué nos da identidad, qué nos hace únicos, cómo se han tejido en nuestro cerebro los códigos que nos hace ser quienes somos.

Y cuestionarnos sobre nuestro ser puede arrojarnos también a preguntarnos, ¿es posible revelarnos de nosotros mismos?, ¿de nuestros patrones, de nuestros vacíos, de nuestros miedos?, ¿podemos salir de la fosa de nuestras oscuridades?, ¿quiénes seríamos si pudiéramos sobreponernos a lo que somos, a lo que nos dijeron que somos?
¿Y si más allá de unidades productivas enajenadas por el sistema pudiéramos ser personas únicas y libres de realizarnos en nuestra verdadera habilidad?
¿Y si más allá de afanarnos en cumplir con estándares para ser objeto de uso y desecho fuéramos libres de expresarnos en nuestra particularidad?

¿Y si más allá de organizarnos de forma piramidal creyendo que avanzar es pasar por encima del otro y mejor le apostamos a las relaciones horizontales, igualitarias, donde cada uno aporte en su capacidad?
¿Y si dejamos de creer que somos de facto seres egoístas incapaces del cambio y nos animáramos a creer que podemos ser solidarios?

¿Quién hubiera querido ser?, le preguntaron a la escritora argentina Silvia Ocampo, “Ser yo misma corregida varias veces por mí misma”, respondió.

Desde un cuarto piso, con la ventana abierta por donde me llega el eco de la ciudad convulsa, me pregunto, ¿quién hubiera querido ser?, ¿hay tiempo?, reflexiono mi respuesta. ¿Y ustedes?

csanchez@diariodexalapa.com.mx

Miguitas de ternura

TRINCHERAS DE IDEAS


Cynthia Sánchez

“Miguitas de ternura yo necesito, si te sobra un poquito, dámelo a mí”, dice el estribillo de una canción de Facundo Cabral. La ternura, un sentimiento, un ejercicio, un estado, una necesidad en el marco de una sociedad que se basa en el individualismo y una filosofía del uso y desecho.

Ante un sistema capitalista que se funda en el consumismo y uso de los recursos hasta su extinción, buscar vetas de aquello que nos haga solidarios sin dobleces es cada vez más prioritario, y en la construcción de una realidad distinta, recobrar el ejercicio de la ternura es una pequeña pero poderosa acción que abona al entendimiento del otro y a su reconocimiento como persona compleja merecedora de amor y libertades y no como un engranaje más dentro de la sociedad o incluso de la vida de otros.

La agitada vida diaria ya no solo sigue el ritmo marcado por el trabajo y todo lo que con lleva la sobrevivencia, las redes sociales marcan también un subritmo acelerado que exige la mejor cara en tiempo real. Las aplicaciones sociales nos dan la sensación de que todos estamos conectados, pendientes del otro, a su disposición y a nuestra disposición, pero la intolerancia pulsa en cada interacción, una presión por ser felices, plenos, productivos; una presión por aceptarnos pronto y sin mediadores si nos descubrimos en desventaja, imperfectos, en contradicción interna. Es la tiranía del bienestar a toda costa, de la aceptación como fuere, para ser mercancía y consumidor a la vez.

Estamos en una diaria carrera por despersonalizarnos, le apostamos a la catarsis de las publicaciones, la aceptación de los likes; y ante ello nos volvemos intolerantes, víctimas y victimarios; criticamos hasta la saciedad porque todos estamos luchando contra nosotros mismos por no ser, ¿por qué alguien más debería ser objeto de compresión, de atención, de escucha?
Vamos día a día despojándonos de pequeñas partes que creemos obsoletas: sentir, agradecer, empatizar, amar; vamos cercando nuestras emociones porque creemos que nos hacen vulnerables ante la paradoja de la socialización extrema de la modernidad.

Preferimos no sentir de verdad, amar de verdad, estar de verdad; nos han enseñado que solos avanzamos mejor, que si no confiamos nos protegemos, que ser egoísta a rajatabla es sano y la aspiración final como seres hechos para una nueva realidad.

¿Y la ternura? Qué bien nos haría una revolución de la ternura, tratarnos con atención y afecto como respuesta a la vorágine del capitalismo; tratarnos con empatía y paciencia como respuesta a la presión social por ser objeto de uso y desecho. Miguitas de ternura para resistir los embates de un sistema económico cada vez más degradante y en degradación. Miguitas de ternura para tendernos la mano en el oscurantismo fascista que cobra bríos. Miguitas de ternura para tejer puentes solidarios. Ternura para vernos, escucharnos, sentirnos.

csanchez@diariodexalapa.com.mx

Salvarse de la alegría

TRINCHERA DE IDEAS

CYNTHIA SÁNCHEZ

Escribió Mario Benedetti que hay que salvar la alegría de la rutina, de la miseria, del destino y también de la misma alegría; y es que a veces hay que salvarnos de nosotros mismos.

La dinámica diaria termina siendo las más de las veces una pesada rutina donde no hacemos si no sobrevivir a nuestras obligaciones, a la crisis económica, a las desigualdades del sistema; como si esa misma dinámica nos encendiera un botón de “piloto automático” y de pronto un día parece igual al otro, y llegamos de una semana a otra sin saber cómo la terminamos sorteando.

Parecemos cada vez más interconectados a través de diversas plataformas digitales, percepción que se acentúa con la pandemia, pero en esta interconexión el clima predominante no es la unidad ni el acompañamiento sino el utilitarismo del otro hasta la saciedad y la presión constante de demostrar que somos felices, en todo momento y que toda la gama de nuestras emociones caben en el like al que nos dan acceso las redes sociales.

Marx describió en El Capital que el sistema es experto en crear válvulas de escape para que la población desfogue sus frustraciones, rabia, tristeza, incertidumbre, todo aquello que lo agobia y que si se deja crecer puede hacer volar por los aires la pesada tapa de la olla exprés en la que vive y rebelarse contra las condiciones reales que lo tienen sumido en su miseria. Por ello el fundamental papel de esas válvulas.

Se crean enconos entre sectores de la sociedad, se dejan crecen problemas sociales, entre más violentos, mejor; entre más destructor, mejor. Si miramos con detenimiento nuestras válvulas de escape saltan a la vista: violencia familiar, feminicidios, alcoholismo, sectarismo por razones de homofobia o racismo, hipersexualización y mercantilización de nuestras relaciones interpersonales.

El mundo de lo digital pone ahora esa opción de descargarnos y enajenarnos a un toque de nuestros dedos sobre una luminosa pantalla que cargamos en todo momento con nosotros. Es lo primero que encendemos al despertar y la última luz que titila en nuestros ojos al dormir. Pretender ser felices y esforzarnos por demostrarlo es también una válvula de escape; tomar la selfie perfecta con el comentario perfecto. Nadie se escapa.

Todos alguna vez hemos caído en la tentación de subir ese contenido reluciente que nos hará recibir likes como quien se inyecta heroína para fugarse de su vacuidad.

Cuántas de nuestras acciones y decisiones diarias se toman de manera consciente; cuántas veces nos detenemos a pensar si cabemos en la lista de aspiraciones que nos han venido machacando desde pequeños, aspiraciones que van acorde con los patrones predominantes del sistema capitalista que solo busca perpetuarse y que poco o nada tienen que ver con ese amasijo de sueños y anhelos internos que vamos postergando.

Hay que salvarnos de la alegría superflua, de las metas impuestas, de los prejuicios heredados, de la intolerancia irracional, del creer que estamos por encima de lo que sucede, del miedo a ser distintos. Empezar a vernos, a conocernos, a aceptarnos, a defendernos.