TRINCHERAS DE IDEAS
Cynthia Sánchez
Qué olvidamos cuando olvidamos. Qué pasajes de nuestras vidas permanecen bajo una densa niebla imposible de penetrar mientras otras son como pepitas de luz que relucen a la primera evocación.
El olvido. Qué anhelo humano más recurrente: olvidar, borrar, desaparecer eso que late en nuestra memoria. Todos los días se escapan números, nombres, caras, sucesos; en qué calle pasó qué, en qué año ocurrió tal cosa. Nuestro cerebro archiva nuestras vivencias, les asigna un orden, una importancia, ¿bajo qué parámetro hemos aprendido a desechar recuerdos?
El olvido nos permite en muchos casos seguir, protegernos, darle la vuelta a vivencias que originaron algún trauma; así, confinamos a la oscura fosa de nuestra mente aquello que nos causó dolor físico o emocional, aquello de lo que apenas pudimos sobreponernos.
Sin embargo, el olvido también tiene su memoria, su mapa, su caminito de migas. Las micorrizas de nuestra memoria perdida se extienden bajo la tierra de nuestra conciencia y crean conexiones silenciosas. Así que lo que creemos haber olvidado en realidad late en nuestro subconsciente en espera de manifestarse.
Lo olvidado hace que nos pongamos el pie, que tropecemos con la misma piedra, que deambulemos por laberintos de salidas evidentes; le hemos llamado karma, suerte, mala estrella, fatalidad; es la infinita herida que sangra invisible bajo todos nuestros actos.
Así, tal como en lo personal somos nuestro olvido, en lo colectivo los pueblos también caminamos bajo la inercia de lo que hemos aprendido y desechado.
La memoria olvidada de los pueblos está forjada por siglos de dominación y saqueo, siglos de matanzas, conquistas y esclavismo; en pleno siglo XXI nos movemos bajo el fantasma de pueblo masacrado, sobrevivientes de horrores.
Aprendimos a adorar a nuevos dioses que se alzaron bajo las cenizas de los propios, a seguir e incluso defender leyes que perpetúan el poder de unos pocos que son dueños del capital, a convencernos de que nos sentimos seguros con el Ejército en las calles, el mismo Ejército que en el pasado ha desaparecido y torturado, el mismo Ejército que aún hoy entra a comunidades y violenta. Hemos aprendido a olvidar por sobrevivencia, por miedo.
Pero hay una huella en nuestra memoria de todo aquello que olvidamos y tarde o temprano se manifiesta. Y el síntoma del malestar colectivo es la resistencia, la rebeldía, ese punto en el que nos arrinconan y somos capaces de traer al presente la convicción pasada de que podemos tomar las riendas de nuestra vida y sacudirnos lo que es injusto.
Nuestro mejor síntoma de que somos sobrevivientes de lo atroz es la rebeldía.
La realidad convulsa en la que hoy vivimos nos exige una reconfiguración urgente entre lo que olvidamos y recordamos, y para ello es fundamental cuestionarnos acerca de lo que pasa a nuestro alrededor, analizar, comparar, contrastar, mirar hacia la historia desde la mirada de la resistencia y no del conquistado.
Tenemos que cuestionar nuestras inercias que lastiman y nos lastiman, tenemos que revisar cómo perpetuamos en nuestro día a día formas de poder e intolerancia, tenemos que analizar porqué justificamos la violencia y la crueldad; y a la par, apostarle a la construcción de nuevas formas de relacionarnos desde la empatía y la solidaridad; conjuntar saberes y desarrollar herramientas colectivas para el desarrollo ecosustentable, aprender a cuidarnos y hacer comunidad; conocernos para querernos mejor y querer mejor; hacer de la ternura un ejercicio consciente para nosotros y el otro.
Aprender a resistir mejor, a rebelarnos mejor, a recodar más y olvidar menos.
csanchez@diariodexalapa.com.mx