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Celebra Diputada cumplimiento de la ley por el Tribunal de Conciliación y Arbitraje

La presidenta de la Mesa Directiva de la LXVI Legislatura, diputada Margarita Corro Mendoza, recibió de la magistrada presidenta del Tribunal de Conciliación y Arbitraje del Poder Judicial del Estado, Itzetl Castro Castillo, su tercer informe anual de labores.

La legisladora Corro Mendoza celebró que este Tribunal, encabezado por una mujer, dé cumplimiento a lo dispuesto en la Constitución Política local y entregue cuentas claras a la representación popular. “Esto habla del compromiso de quienes integran este órgano y de que han desempeñado un buen papel a lo largo del año”, expresó.

En este acto estuvieron presentes las magistradas Graciela Patricia Berlín Mendoza y Claudia Ocampo, García así como la secretaria general de Acuerdos, Rocío Victoria Zavaleta Villarte.

Ten misericordia de mí, ¡Señor! Mira, no te escondo mis heridas

Pbro. José Juan Sánchez Jácome

La Biblia nos permite explicar el don de la fe de una manera que es accesible a todos. La Sagrada Escritura no ofrece demostraciones y explicaciones intelectuales, sino que a partir de la vida de los pueblos y las personas van saliendo los elementos y características, explicaciones vivas de las cosas de Dios.

Dentro de todos los textos que en la Biblia tienen el potencial de abrirnos maravillados al don de la fe, consideremos para nuestro propósito los elementos que van apareciendo en el evangelio de la curación de los diez leprosos (Lc 17, 11-19).

En la vida de fe se da, en primer lugar, una especie de intuición. Los leprosos intuyen que Jesús es el Salvador, que puede hacer maravillas en su vida. También nosotros, sin tener todos los conocimientos y todos los elementos a la mano, sin embargo, tenemos una intuición; es la intuición que da la fe la que nos lleva a Dios, la que nos hace sentirnos aceptados y socorridos por Dios.

Uno intuye que aquí está Dios, que tiene una respuesta a todas nuestras inquietudes, que puede sacarnos de los problemas que estamos viviendo. La intuición que experimentamos no se debe a que seamos muy inteligentes o muy capaces, sino que es una característica de la fe. Cómo vivimos, cómo experimentamos, cómo explicamos la fe, en primer lugar, a través de esa intuición como la que tienen los leprosos.

Uno intuye que la vida cobrará un sentido en la presencia de Dios, que en la presencia de Dios no hay imposibles y que eso que no hemos encontrado en tantos lugares, en la presencia de Dios será posible conseguirlo, porque esa es una de las cualidades de la fe, la intuición que uno tiene de que si estamos con Dios estamos en buenas manos, estamos en el lugar correcto, como la petición que le hacen los leprosos a Jesucristo.

La intuición es el primer elemento para explicar la dinámica de la fe, como la que nosotros -sin nuestras capacidades, sino como una cualidad de la fe- hemos desarrollado.

En segundo lugar, la fe muchas veces se expresa a través de un grito. Ojalá nuestra vida fuera tranquila y arreglada, y que la fe fuera pura cosa de oraciones y sentimientos, pero la fe no es así. La fe se expresa a veces como un grito desde lo más hondo del corazón. Los problemas de la vida y hasta la desesperación nos hace gritar a Dios; cuando incluso hemos querido hacer bien las cosas, la fe es muchas veces gritarle a Dios. No es una súplica tranquila, no es una petición reposada, sino un grito desesperado que sale del alma, como el grito de los diez leprosos: “¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!”

Hay una súplica a través de un grito para que uno quede seguro que Dios no solo escucha, sino que se da cuenta de la angustia que hay en el corazón. ¿Por qué gritamos? No porque Dios sea sordo, sino para que además de escuchar la súplica concreta se dé cuenta de la angustia que hay en el corazón. Así se siente en la oración de San Agustín: «Ten misericordia de mí, ¡Señor! Mira, no te escondo mis heridas. Tú eres el médico, yo soy el enfermo; tú eres misericordioso, yo miserable» (Confesiones, X, 39).

En tercer lugar, la fe es obediencia. En la fe basta la palabra del Señor, basta lo que Él pida. Los leprosos piden ser curados y Jesús les dice: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”, y ellos obedecieron. Jesús no les pidió cosas raras, no les dijo que hicieran un rito y realizaran una cosa extraña en particular; no les dijo que hicieran una oración con determinadas características, sino que Jesús actúa conforme a lo que sucede en esos casos y los manda con los sacerdotes.

La fe es obediencia; cuando es sincera nuestra súplica, cuando tenemos ganas de superar los problemas, cuando por la intuición que tenemos sabemos que lo que Dios dice nunca es un desperdicio, la fe se convierte en obediencia: lo que diga Dios, aunque nos parezca ordinario e intrascendente, pero lo que diga y lo que pida Dios eso es lo único que se necesita, porque no es tanto lo que uno hace, sino la obediencia que le debemos a Dios.

Cuando estás en un proceso de vida cristiana, cuando quieres saber lo que Dios te pide, no esperes cosas raras, como de repente sucede en otros lugares: haz una oración con determinadas características, utiliza este color, envía ángeles, usa estos aceites. Como son cosas novedosas y extravagantes uno cae en la trampa.

Pero cuando la fe es obediencia, no importa cuando nos parezca una cosa burda, ordinaria e intrascendente lo que se pide, cuando no nos parezca emocionante lo que se pide, porque si viene de Dios no hay desperdicio y por eso en la fe se pone a prueba la obediencia del creyente.

Finalmente, la fe que en las primeras etapas comienza con un grito termina con un grito, porque cómo callar el amor, cómo no ser agradecido cuando Dios toca el corazón, cómo no dar las gracias cuando Dios ha respondido a tantas necesidades. Se trata de algo que no se puede guardar y callar y aunque no toda le gente sea así, por lo menos uno de los diez leprosos fue agradecido; no le cabía la emoción y el amor en su corazón y por eso regresó con Jesús para darle gracias.

La fe es un grito de alabanza, de gratitud, de reconocimiento a la gloria de Dios. A partir de estas cuatro características podemos revisar nuestro propio itinerario de fe. Cómo vivimos la fe, cómo explicamos la fe que Dios nos ha concedido, cómo vamos fortaleciendo este proceso de fe, para que viendo la experiencia de los leprosos tengamos en cuenta estos cuatro elementos: la fe es intuición, la fe es un grito desgarrador, la fe es obediencia y la fe es un grito de gratitud y reconocimiento de la gloria de Dios.

Que no nos falten estas características en nuestra vida de fe para que cuando con muchas ganas le gritamos a Dios nuestra necesidad, también con muchas ganas le gritemos nuestro cariño y gratitud cuando nos bendice de muchas maneras en la vida.

Dice Fray Nelson que: “El que más reconoce su necesidad y el que menos cree merecer el remedio es quien mejor y más pronto ve la mano de Dios y la agradece. Y lo opuesto también es verdad: quien se considera muy fuerte o quien tiene asumido que se lo merece todo no encuentra apenas de qué dar gracias”.

Cuanto más monstruoso es el mal, Dios es la primera víctima

Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Las preguntas siempre formarán parte de nuestro caminar en la fe. No es que los cristianos tengamos todas las respuestas a los interrogantes y misterios de la vida, sino que también nosotros regresamos continuamente sobre una serie de aspectos que antes no teníamos dificultad para aceptar y entender.

No hacemos preguntas para descalificar el misterio de Dios, sino para entender de manera más profunda la dinámica de la fe, avanzar en la vida cristiana, fundamentar nuestra vida creyente y saborear más nuestra relación con Dios.

Son muchas las cosas que causan incertidumbre, muchos los aspectos de la fe que generan cuestionamientos profundos y casi siempre bien intencionados. Nos preguntamos sobre la creación, el origen del hombre, el alma humana, la vida eterna y muchos otros artículos de fe que aparecen bien formulados y de manera solemne en el credo cristiano y católico.

Posiblemente una de las preguntas más serias, preocupantes y desconcertantes que nos planteamos tiene que ver con la constatación del mal que hay en el mundo.

Quedamos perplejos y confundidos ante la maldad imperante, ante el mal que vemos y sufrimos todos los días. Nos lastima e indigna la pobreza, las injusticias, la corrupción, la muerte de los niños, el abandono de los hijos, los asesinatos, la violencia reinante y galopante, las guerras y muchas otras amenazas.

Delante del problema del mal no sólo queremos tener una respuesta y tratar de explicar este misterio, sino que muchas veces buscamos la sanación, la paz y la esperanza cuando el mal descarga toda su furia en nuestra realidad personal, familiar, social y eclesial. En esas circunstancias ya sea para nosotros o para los demás quisiéramos sentir a Dios y le pedimos que se haga presente, que intervenga, que no nos deje solos.

Por lo tanto, no es sólo que nos pongamos como teólogos y pensadores tratando de explicar una realidad compleja. Más bien ante este misterio nos ubicamos también como gente contrita, afligida, desolada, zarandeada, confundida, amenazada, doblegada y afectada por las diversas expresiones del mal que hay en el mundo.

Me parece que la pregunta sobre el mal es completamente sincera cuando reconocemos nuestra debilidad e indefensión y nos acogemos a la misericordia de Dios para pedirle consuelo y fortaleza. Cuando la pregunta sobre el mal nos lleva a dialogar con Dios, aun cuando estemos inconformes y manifestemos signos de rebeldía, iremos experimentando la paz y la respuesta del Señor.

Pero debemos estar atentos porque puede suceder que esta pregunta no venga necesariamente de Dios, sino que la ponga el tentador en nuestro corazón para generar mayor escándalo y para llevarnos a desconfiar de los designios de Dios, al grado de querer romper con el Señor.

De acuerdo a como van sucediendo las cosas puede ser que lleguemos a molestarnos con Dios o sentir cierto enfado, lo cual no es malo, lo malo es creer que nosotros tenemos la razón, pensar que Dios no sabe hacer bien las cosas o se ha equivocado en mi vida.

El Cardenal Robert Sarah lo explica con estas palabras: “Dios no quiere el mal. Y, sin embargo, permanece asombrosamente silencioso ante nuestras pruebas. A pesar de todo, el sufrimiento, lejos de cuestionar la Omnipotencia de Dios, nos la revela. Oigo aún la voz de ese niño que, llorando, preguntaba: “¿Por qué Dios no ha evitado que maten a papá?” En su silencio misterioso, Dios se manifiesta en las lágrimas derramadas por ese niño y no en el orden del mundo que justificaría esas lágrimas. Dios tiene un modo misterioso de estar cerca de nosotros en nuestras pruebas, está intensamente presente en ellas y en nuestro sufrimiento. Su fuerza se hace silenciosa porque revela su infinita delicadeza, su amorosa ternura por los que sufren. Las manifestaciones externas no son, obligatoriamente, la mejor prueba de cercanía. El silencio revela compasión, la participación de Dios en nuestro sufrimiento. Dios no quiere el mal. Y cuanto más monstruoso es el mal, más evidente resulta que Dios es, en nosotros, la primera víctima”.