TRINCHERAS DE IDEAS

Ve a terapia, el nuevo
mantra de exclusión

Cynthia Sánchez

Una característica del sistema capitalista es que todo lo convierte en mercancía: se apropia de ideas, movimientos sociales, formas de protesta, necesidades, anhelos, sueños, sentimientos y los adereza con su apetitosa visión de éxito.
Desde los Levis con estampado del Che Guevara hasta las blusas de marcas prestigiosas con consignas feministas, todo es posible convertirlo en una pieza en un estante luminoso del centro comercial. Lo que nace como forma de rebeldía o desde los vecindarios o barrios bravos, es retomado por el sistema dominante y al quitarle su esencia lo deslava. Todo es moda. Todo es superfluo. Todo pierde sentido.
Así también lo que ocurre en nuestro interior, en nuestra psique, busca ser capitalizado. Prolifera como una necesidad apremiante identificarse dentro de algún trastorno psicológico; abundan tanto en las plataformas digitales como en la televisión, revistas, etcétera, un sinfín de información que nos “ayudan” a identificar nuestra ansiedad, depresión, trastorno compulsivo, de alimentación, bipolar, de atención, la lista es larga y hay para todas las personalidades y necesidades afectivas.
Pero recodemos: el capitalismo usa una necesidad existente, la analiza y va a la raíz para poderla aprovechar y, sobre todo, poderla despojar de eso lo que le da sustento, lo que es real. Así, el aumento de padecimientos emocionales tiene una raíz verdadera.
Ante esa verdad innegable se ha convertido casi en un mantra el “ve a terapia” y no se hacen esperar los blogs, reels, post de profesionales de la salud mental de diversas corrientes. El objetivo principal es expiar eso que no te deja ser feliz y pleno; darte cuenta de lo maravillosa que es la vida en realidad; superar dolor, la violencia; hacerte resiliente, soltar, fluir… incluso hay profesionales que te dan un papel al final que dice que estás curado. ¡Albricias, estoy cuerdo!
“Ve a terapia” es el nuevo mandato, la nueva forma de exclusión y una más de las válvulas de escape del sistema. Y esto es así, porque, en principio, cumplir con ese “ir a terapia” requiere poder adquisitivo. Si eres derechohabiente obtener una cita con el área psicológica puede tardar al menos tres meses; sí, hay otras instancias que dan ese servicio gratuito, pero ante la saturación de demandantes puedes lograr ser una hora al mes en la apretada agenda de un profesional saturado.
Si optas por la vía privada las consultas rondan los 500 a 700 pesos. ¿A cuánto equivale eso de tu paga de asalariado promedio?, ¿si eso debes invertir, cuántas veces al mes te lo puedes permitir?, ¿quiénes realmente pueden pagar ese ir a terapia?, ¿si no puedes pagarla, no la necesitas?, ¿mi malestar emocional puede esperar a que me otorguen un lugar en los servicios gratuitos?, ¿qué hago por mientras?: ¿tomo, fumo, me drogo, me evado viendo Netflix, soy irascible, violento, hiero a otros, me lastimo a mí mismo?
En mi caso mi peregrinar fue intentar usar mi derecho en el IMSS, usé los servicios gratuitos del Instituto Municipal de la Mujer, y finalmente terminé con un psicoanalista privado. Durante dos años hice terapia cognitivo-conductual y llevo poco más de un año en psicoanálisis. Tomo consulta una vez a la quincena y para ello debí ajustar mis gastos, es decir, privarme de ciertos ¿lujos?, como cambiar a un café más barato, dejar de consumir ciertos productos, dejar de comer fuera de casa, olvidarme por un tiempo de la librería; mi privilegio, que lo es, no da para más.
Una característica del espacio terapéutico es que ahí puedes decir aquello que socialmente no podrías pronunciar en voz alta. Hay ciertas cosas que son censurables de pensar, mucho más de decir. Esa preciosa hora con tu analista es, pues, tu lugar seguro, donde destapas la coladera de tu inconsciente.
A la par de estudiar esa suerte de mala hierba que ha venido creciendo en nuestro interior puedes ir poco a poco delineando quién eres y dónde estás parado. Es decir, ir terapia tiene mucho de hacer filosofía.
Pero tener ese espacio para reflexionar, ese lugar para hacerte y deshacerte, es un privilegio. No todos pueden acceder a él. Un trabajador promedio deberá debatirse (¿realmente hay lugar para dudar?) entre pagar la terapia o comprar, medianamente, la comida de la semana. Relegará su malestar emocional al “después veo”, como hace con todos aquellos achaques que van mermando silenciosamente su salud física, porque o se sobrevive o se está bien, no alcanza para las dos cosas. Si la persona tiene familia bajo su cargo o su empleo no supera el salario mínimo, eso de ir a terapia ni siquiera entra en sus preocupaciones diarias y con razón.
La trampa del capitalismo es hacernos creer que realmente encargarse de la salud es algo asequible, más aún, es una responsabilidad que debe tomarse con seriedad para poder ser plenos, felices y ¿productivos?
Encerrarnos en la idea de buscar cómo estar bien sirve, pues, como una válvula de escape: esperamos nuestro turno en el IMSS, nos autodiagnosticamos con un video de Tiktok, nos ponemos escuchar aquel programa que nos da “las 10 cosas que debemos hacer para liberarnos del pasado”, agradecemos todos los días por un día más, sonreímos al nuevo sol y confiamos, porque al final solo nos queda confiar.
Aceptamos que es cierto lo que nos dicen: depende de nosotros estar bien, así, a secas. Y así el sistema se lava las manos al transferirnos la carga de nuestro bienestar.
Pero, ¿y qué hay de las condiciones económicas y sociales que están a nuestro alrededor?, ¿acaso no influye un ambiente de violencia e inseguridad constante en que se tengan pocas ganas de levantarse al día siguiente?, ¿no determina nuestra percepción de cómo somos el bombardeo incesante de etiquetas y prototipos de belleza y aspiraciones?, ¿realmente es posible analizarse y reconstruirse sin tocar, criticar ni modificar la forma en que el mundo funciona?
“Ve a terapia”, nos dicen, y es la nueva forma de exclusión social, de sectorizar, de discriminar. El ejercicio terapéutico, ese filosofar sobre quiénes somos y por qué somos de cierta manera, no puede substraerse de la realidad del individuo, tanto familiar como social.
Sí, hay que hacer terapia, pero también llevar a terapia nuestras normas sociales, nuestra forma de relacionarnos en nuestro núcleo de interacción diaria; analizar y escudriñar al sistema decadente que depreda y despersonifica, que nos hace mercancía y consumidores insaciables.
Sí, hay que hacer terapia, pero también exigir atención gratuita, accesible, de calidad para todos; repensar la educación para, más que aprender a ser resilientes, aprender a transformarnos, a socializar lo que sentimos con miras a tejer redes de apoyo, sostenernos y cobijarnos.
Sí, hay que hacer terapia individual, pero también colectiva, comunitaria, para desentrañar las verdaderas causas del malestar que diariamente tratamos de sobrellevar. Sin acción social, la terapia es para el grueso de la población que se debate entre comer y subsistir, un elemento más de control e insatisfacción. ¿O qué opina usted?

csanchez@diariodexalapa.com.mx

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